'Belleza: ¿cuál belleza?', por Florence Thomas.
Las mujeres bellas son para los hombres sin imaginación
Marcel Proust
Tengo 70 años. Y como lo saben ustedes, soy una mujer feminista llena de arrugas en la cara. Una mujer convencida, además, y desde hace años, de que tiene la cara que merece, la cara de su edad. Confieso también que cada una de mis arrugas hace parte de mi hoja de vida, no tanto profesional sino existencial, es decir, una hoja de la vida.
Y para hablar de la belleza, me referiré a ella como una verdadera dictadura que nos obliga de manera muy sutil a responder a una lógica mercantil. Esta nos impone modelos y nos exige cambios relativamente veloces pero siempre construidos para la mirada del otro masculino y los requerimientos de una economía que supo tan acertadamente recoger la mercantilización de los cuerpos. Una dictadura que nos impone un cuerpo y una manera de existir en el espacio social que termina por generar una enorme ansiedad en relación con la mirada, y muy particularmente para todas estas mujeres que no cumplen los requisitos de belleza del momento para resistir semejante discriminación. Ayer bustos chiquitos, hoy enormes esferas que ya ni siquiera caben en las manos de los hombres; ayer labios delgados, hoy labios hinchados y sensuales que ya devoran su presa; ayer cejas apenas marcadas, hoy cejas pobladas. Ayer y hoy mujeres manipuladas, cuerpos retocados, adolescentes ansiosas de parecerse a estas mujeres insípidas de los comerciales, adolescentes anoréxicas o bulímicas, mujeres endeudadas por una operación de senos, de nariz, de nalgas, endeudadas por culpa de un cuerpo que no existe en sí, un cuerpo que finalmente no es sino una proyección del deseo y de los fantasmas masculinos.
Liberarnos de la dictadura de la belleza no es tarea fácil, y sin embargo no hay nada más triste que esta dictadura que nos impone una belleza aséptica, homogeneizante, esa belleza de 90-60-90 reforzada cada año por la pesadilla del Reinado de Belleza de Cartagena. Una belleza que logró borrar del panorama las múltiples diversidades en un país tan diverso y multicultural como Colombia.
Recuerdo entonces mi columna de hace un par de años sobre Amparo Grisales a propósito de su nuevo producto de belleza que promocionaba para la eterna juventud y la belleza asegurada. En esta le preguntaba por qué se empeñaba en seguir alimentando imaginarios que, en lugar de hacernos sentir bien con nosotras mismas, nos obligan a estar atentas a la secular mirada masculina y a depender del saber y del deseo del otro fijado en casi todas las expresiones de la cultura. Definitivamente no queremos —es decir, yo no quiero, ni tampoco muchas de mis amigas— vivir en un mundo lleno de rostros fijados en una falsa y tramposa eterna juventud. Rostros sin expresiones, muslos y nalgas sin historias. Y cada vez más, feministas o no, hemos aprendido a aceptar, a asimilar y a asumir nuestra edad, nuestros años, nuestras huellas biográficas que nos permiten leer o adivinar la riqueza de una vida llena.
Y más de una vez me he preguntado por qué los hombres no dicen nada. No puedo creer que este único modelo de mujer estereotipada les guste; no puedo creer que prefieran una muñeca de pocas palabras, perfecta, lisa, de piel satinada, de nalgas perfectas y senos operados, inmensos y llenos de silicona.
Quisiera pedirles a los hombres, a los compañeros de mi generación, que cambien su mirada. Sí, cambien su mirada. Atrévanse a mirar de frente a estas mujeres de 40, de 50, de 60 y, por qué no, de 70 años. Descubran su seducción a pesar de sus arrugas, de sus patas de gallo alrededor de su intensa mirada, de la celulitis que cubre sus muslos pero las hacen, como decía el escritor colombiano Santiago Gamboa, tan humanas, tan reales, verdaderas diosas con sangre humana. Quiero creer que ustedes pueden ayudarnos. Bajen de esa nube y atrévanse a encontrarse con la mirada de mujeres reales, bellas y llenas de experiencias vitales. Qué bellas son, ¡por Dios!, las mujeres de mi generación, sin retoques, pero protagonistas de la revolución más pacífica del mundo; esta revolución que está construyendo verdaderas compañeras de vida para los hombres inteligentes que se atreven a amarlas.
http://www.eltiempo.com/carrusel/ARTICULO-WEB-NEW_NOTA_INTERIOR-12978390.html
Par ma part après avoir été les dix-sept dernières années de ma vie en ignorant complètement certains stéréotypes ou des motifs qui sont invisibles si vous ne faites pas attention à eux mais ils sont toujours présents dans notre vie quotidienne. Elles sont créées et entretenues au fil du temps par notre culture et je pense que Florence Thomas est une femme exemplaire, elle n'a pas peur de rien et elle m’a ouvert les yeux sur ces stéréotypes. Elle est capable de montrer notre société d’une façon dans laquelle ces stéréotypes prennent telle importance qu’elles deviennent un problème de caractère social qui nous montrent la réalité de notre société dans laquelle la femme est montre comme un objet qui est oblige à respecter certains stéréotypes pour s’adapter à notre société puisque si elles ne sont pas respectées le plus est probable qu'il y ait un rejet. Et je soutiens ce qu'elle dit puisque elle encouragée l’idée de voir et à accepter une femme comme elle est. Cela vaudrais dire qu’il y aurait donc pas un modèle ce que vaudrais dire qu’il y aurait pas de rejet de la part de la société en vers les femmes qui suivent pas le stéréotype de la femme '' parfaite '', il ne serait pas donc de s'inquiéter par avoir une figure comme celle dicte la société.Et je pense aussi que laisser de cote cette idée de la femme parfaite permettrait apprécier les femmes telles comme elles sont et non pas par leurs corps. D’autre cote je pense que montrer cette image de la femme crée une non-conformité aux femmes qui ne font pas partie de cette stéréotype de la femme parfaite et pourtant les fait sentir éloignées de ce qu’est considère comme parfait, et moi je pense que elles ne devraient pas ce préoccuper pour essayer de atteindre un objective fictive tel que la perfection physique puisque chaque femme par sa part et parfaite d’une façon unique.
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